LA SALVACIÓN
Tanto
el AT como el NT están centrados en la concepción de la «salvación», basada
sobre el hecho de que el hombre, totalmente arruinado por la caída, y por ello
mismo destinado a la muerte y a la perdición eternas, tiene necesidad de ser
rescatado y salvado mediante la intervención de un Salvador divino. Así, el
mensaje bíblico se distingue claramente de una mera moral religiosa que dé al
hombre consejos de buena conducta o que preconice la mejora del hombre mediante
sus propios esfuerzos.
También
se halla a una inmensa distancia de un frío deísmo, en el que la lejana
divinidad se mantenga indiferente a la suerte de sus criaturas.
En
el Antiguo Testamento: En el AT el Señor se revela como el Dios Salvador. Éste es,
entre una multitud de otros, Su más entrañable título en relación con nosotros,
el más bello de ellos (2 S. 22:2-3). Él es el redentor, el único Salvador de
Israel (Is. 25:9; 41:14; 43:3, 11; 49:26), y ello de toda la eternidad (Is.
63:8, 16).
Ya en Egipto empezó a manifestarse en este
carácter, al decir: «Yo soy JEHOVÁ... yo os libraré» (Éx. 6:6). Él liberó a Su
pueblo del horno de aflicción, del ángel exterminador, del amenazador mar Rojo,
y Moisés exclama, ante todo ello: «Bienaventurado tú, oh Israel. ¿Quién como
tú, pueblo salvo por Jehová, escudo de tu socorro, y espada de tu triunfo?»
(Dt. 33:29). No se trata de los miles de medios que emplea Dios, sino que es el
mismo Dios, Su presencia, Su intervención victoriosa, lo que salva (1 S. 14:6;
17:47).
David
exclama: «Dios mío... el fuerte de mi salvación» (2 S. 22:3). ¿Quién es el que
puede resistir, cuando Dios se levanta para salvar a todos los mansos de la
tierra? (cfr. Sal. 76:8-10). Él salva a Sus hijos, frecuentemente rebeldes, a
causa de Su nombre, para manifestar Su poder (Sal. 106:8). El profeta puede
decir a Sion: «Jehová está en medio de fi, poderoso, él salvará» (Sof. 3:17), y
el salmista no deja de ensalzar la salvación de Dios (Sal. 3:8; 18:46; 37:39;
40:17; 42:5; 62:7; 71:15; 98:2-3, etc.).
Esta
salvación comporta además todas las liberaciones, tanto terrenas como
espirituales. El Señor salva de la angustia y de las asechanzas de los malvados
(Sal. 37:39; 59:2); Él salva otorgando el perdón de los pecados, dando
respuesta a la oración, impartiendo gozo y paz (Sal. 79:9; 51:12; 60:6; 18:27;
34:6, 18). Sin embargo, el Dios Salvador, en el Antiguo Pacto, no se manifiesta
aún de una manera plena; se halla incluso escondido (Is. 45:15). El Señor
responde a la humanidad sufriente que le pide romper los cielos y descender en
su socorro: «Esforzáos... he aquí que vuestro Dios viene... Dios mismo vendrá,
y os salvará» (Is. 35:4).
En
el Nuevo Testamento: Cristo es ya de entrada presentado como el Salvador, y no
sólo como un Maestro, amigo o modelo de conducta. El ángel dice a José:
«Llamarás su nombre Jesús (Jehová salva), porque Él salvará a su pueblo de sus
pecados.» Zacarías bendijo al Señor por haber levantado «un poderoso Salvador»
(Lc. 1:69). No hay salvación en nadie más (Hch. 4:12). Jesús es el autor de
nuestra salvación (He. 2:10; 5:9). Dios envió a Su Hijo como salvador del mundo
(1 Jn. 4:14), no para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por
Él (Jn. 3:17; 12:47).
El
Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido (Lc. 19:10);
vino, no para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas (Lc. 9:56).
La verdadera dicha es la alcanzada por aquellos que pueden exclamar: «Sabemos
que verdaderamente éste es el Salvador del mundo, el Cristo» (Lc. 4:42).
En
el Nuevo Pacto, el término de la salvación se aplica casi exclusivamente a la
redención y a la salvación eterna. La salvación viene de los judíos (Jn. 4:22).
El Evangelio es la palabra de la salvación predicada en todo lugar (Hch. 13:26;
16:17; 28:28; Ef. 1:13); es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree
(Ro. 1:16). La gracia de Dios es la fuente de la salvación (Tit. 2:11), que
está en Jesucristo (2 Ti. 2:10). Dios nos llama a que recibamos la salvación (1
Ts. 5:9; 2 Ts. 2:13). Es confesando con la boca que llegamos a la salvación
(Ro. 10:10); tenemos que ocuparnos en nuestra salvación con temor y temblor
(Fil. 2:12).
Somos
guardados por el poder de Dios mediante la fe para alcanzar la salvación (1 P.
1:5, 9). Mientras tanto, esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo (Fil.
3:20), por cuanto se acerca el momento en que se revelará plenamente la
salvación conseguida en el Calvario (Ro. 13:11; Ap. 12:10). No escapará el que
menosprecie una salvación tan grande (He. 2:3). Al único y sabio Dios, nuestro
Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los
siglos (Jud. 25).
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