martes, 10 de abril de 2018

ANCIANO| El término de «anciano» denota la dignidad de su Función


ANCIANO| El término de «anciano» denota la dignidad de su Función


(a) Antiguo Testamento: 

En el Antiguo Testamento, magistrado, a la vez civil y religioso, que, hasta allí donde podemos saber, era nombrado en virtud de su derecho de edad, a la cabeza de una casa patriarcal, de una familia de la tribu, o de la misma tribu (1 R. 8:1-3; Jue. 8:14,16). Al tener la posición de jefe de una tribu o de las familias más grandes, el anciano tenía la autoridad de príncipe. Ordinariamente, sólo los hombres de edad madura accedían a estas funciones. 

Otros pueblos, como los madianitas y moabitas (Nm. 22:4, 7), organizados en tribus, tenían ancianos. Este título designa generalmente a altos funcionarios (Gn. 50:7) que: Gobernaban al pueblo (Dt. 27:1; Esd. 10:8); representaban a la nación en las transacciones que la concernían (Éx. 3:18; Jue. 11:5-11; 1 S. 8:4); cuando se tenía que honrar a un huésped (Éx. 18:12); celebrar una alianza (2 S. 5:3), o celebrar actos religiosos (Lv. 4:13-15; Jos. 7:6). 

Un cuerpo de 70 ancianos ayudaba a Moisés a gobernar a los israelitas (Nm. 11:16-24). Cada ciudad tenía sus ancianos, que eran probablemente los cabezas de las familias de la localidad, y que ejercían la autoridad civil y religiosa (Dt. 19:12; 21:2; Rt. 4:2-11; 1 S. 11:3; Esd. 10:14). Los ancianos seguían ejerciendo estas funciones en Judea durante la ocupación romana (Mt. 15:2; 21:23; 26:3, 47). (Véanse SINAGOGA y SANEDRÍN) 

(b) Nuevo Testamento: 

En el Nuevo Testamento los términos «anciano» y «epíscopos» (que significa supervisor u obispo) eran intercambiables (cp. Hch. 20:17, 28; Tit. 1:5, 7), pero no eran totalmente sinónimos. El término de «anciano» (presbítero) denota la dignidad de su función, en tanto que «episcope» denota aquellos deberes que ejercía. La distinción que establece dos categorías de ministerio (la de anciano y la de obispo) data del siglo II. En el año 44 d.C. encontramos ya ancianos en la iglesia en Jerusalén (Hch. 11:30). 

Durante su primer viaje misionero, Pablo nombró ancianos en cada iglesia (Hch. 14:23). De hecho, los ancianos en las iglesias de la gentilidad, hasta allí donde nos lo muestra el NT, fueron siempre nombrados por la irremplazable autoridad apostólica, ya ejercida personalmente, o bien delegada expresamente en unas personas determinadas (cp. 1 Ti. 3:1-15; Tit. 1:5). Las instrucciones para su establecimiento oficial nos vienen dadas en epístolas dirigidas a colaboradores apostólicos, en las llamadas Epístolas Pastorales. 

También cumplían sus funciones en las comunidades de cristianos de origen judío (Stg. 5:14; 1 P. 5:1). Es evidente que la dignidad de anciano en la iglesia cristiana se correspondía con la de anciano entre los judíos. Ambos cargos estaban revestidos de la misma autoridad. Los ancianos estaban asociados con los apóstoles en el gobierno de la Iglesia (Hch. 15:2, 4, 6, 22, 23; 16:4; cp. Hch. 21:18). 

Eran los obispos o supervisores de las iglesias locales (Hch. 20:17, 28; Tit. 1:5), y su función era ocuparse del estado espiritual de la congregación, ejerciendo la disciplina, enseñando (1 Ti. 3:5; 5:17; Tit. 1:9; Stg. 5:14; 1 P. 5:1-4; cp. He. 13:17). Había en la iglesia local varios obispos o supervisores (Fil. 1:1), llamados también ancianos (Hch. 11:30). No se hace alusión alguna a una distinción de funciones entre ellos. 

Dentro de la iglesia cristiana de los tiempos apostólicos, como en la sinagoga, la predicación no era una función esencial de los ancianos; no les estaba reservada de una manera exclusiva. Como pastores del rebaño, los ancianos debían instruir bien y ser aptos para enseñar (1 Ti. 3:2; Tit. 1:9). Pero toda persona que poseyera el don de profecía o de enseñanza tenía derecho a dar exhortaciones (1 Co. 12:28-30; 14:24, 31). 

En relación con esto es importante señalar la distinción entre «don» y «cargo». El primero proviene directamente del Señor; el segundo, por el ejercicio de la autoridad humana. El don no precisaba por ello de autoridad humana para ser ejercitado, y se ejercía en sujeción inmediata a la Cabeza. La autoridad de los ancianos, como cargos, derivaba de su establecimiento oficial por los apóstoles, y tenía su esfera en el seno de la asamblea local indivisa. Nada se dice en las Escrituras acerca de una sucesión. 

(c) Los ancianos en el cielo: 

Los veinticuatro ancianos vistos por Juan en el cielo son mencionados frecuentemente en Apocalipsis. Son vistos alrededor del trono, sentados en tronos, vestidos de blanco y con coronas de oro, adorando a Dios (Ap. 4:4, 10). En el AT, cuando todo estaba en orden había veinticuatro grupos sacerdotales, teniendo cada uno de estos grupos a un anciano como cabeza o jefe (1 Cr. 24:7-18); puede que el número veinticuatro para los ancianos en Apocalipsis sea una alusión a estas veinticuatro suertes de sacerdocio. 

Los ancianos en el cielo tienen arpas de oro llenas de perfume «que son las oraciones de los santos», evidenciando que actúan como sacerdotes (Ap. 5:8), celebrando la redención en un cántico (Ap. 5:9). Se trata indudablemente de la Iglesia vista ya en el cielo en su carácter de «real sacerdocio» (cp. 1 P. 2:9). 

(Véanse OBISPO y PASTOR) exc, ANCIANO DE DÍAS tip, TITU Un título de Dios utilizado por Daniel, aludiendo a Su eternidad. No puede ser separado de Cristo, porque en Dn. 7 el Señor recibe los dos nombres, el de Anciano de Días y de Hijo del hombre, y sin embargo el Hijo del hombre comparece ante el Anciano de Días para recibir el dominio, la gloria y el reino (Dn. 7:9, 13, 22). Es a la vez Dios y hombre (cp. Ap. 1 y Ap. 5).

AMOR| Solamente puede surgir de una relación viva con Dios.

AMOR| Solamente puede surgir de una relación viva con Dios.

Es un término en la Biblia que es traducción de varios otros. En hebreo, en el AT, tenemos los siguientes: 

(a)    «ahabah», relacionado con el verbo «aheb». Se usa:
del amor de Jacob por Raquel (Gn. 29:20);
del amor de David hacia Jonatán (2 S.1:26);
del amor de Amnón hacia Tamar;
del amor hacia los semejantes, pagado con odio (Sal. 109:4, 5);
del amor del esposo hacia la esposa (Pr. 5:19);
del efecto del amor en las relaciones humanas (Pr. 10:12);
del amor de Jehová hacia Su pueblo (Jer. 31:3; Os. 3:1; Sof. 3:17);
 (2) «ohabim», de actos de amor (Pr. 8:18);
 (3) «dod», como el anterior (Pr. 7:18; Cnt. 1:2, 4; 4:10, etc.; Ez. 23:17). 

En el NT se traduce «amor» un término griego, «agapë». La palabra «eros», que no se usa en el NT, conllevaba siempre la idea, en mayor o menor intensidad, de deseo y de avidez. Con «agapë» se designa el amor de origen divino: del Padre al Hijo (Jn. 3:35, donde se usa el verbo relacionado, «agapaõ»), de Dios al mundo (Jn. 3:16, igual observación que en el caso anterior), o de Dios a los creyentes (Ro. 5:5), o el amor de Dios en nosotros, obrando hacia los demás (2 Co. 5:14), dándose en 1 Co. 13 el más completo conjunto de cualidades de este amor. 

Con el vocablo «philanthropia» se designa el amor dirigido al hombre (Tit. 3:4). Más exactamente se usa la forma verbal, designando la acción. A este respecto, es digno resaltar que la primera mención de amor en la Biblia es el amor de padre a hijo (Gn. 22:2), de Abraham a Isaac; la segunda mención es el amor del esposo hacia la esposa (Gn. 24:67), de Isaac a Rebeca. Estos dos amores son dos hermosos tipos del amor: (a) del Padre hacia el Hijo (Jn. 3:35), y (b) del Hijo hacia Su Iglesia (Ef. 5:25). 

Una afirmación fundamental en las Escrituras es que Dios es amor. No se trata meramente de uno de Sus atributos, sino que la misma esencia de Su ser es amor. De ahí que el pecado tenga como consecuencia división, separación, alienación. De ahí también el énfasis en centrar el comportamiento humano en el amor a Dios y al prójimo (Mt. 22:34-40; Mr. 12:28-33). Este amor, para ser genuino, tiene que estar fundamentado ante todo en una relación genuina con Dios, y tiene que provenir del mismo Dios; las imitaciones no son válidas (1 Co. 13:3). Solamente puede surgir de una relación viva con Dios ya conocido por medio de Jesucristo (Ef. 3:14-21 con Ef. 5:1-2). Todo lo que no surja de una relación vital con Dios no es el amor «agapë» descrito en 1 Co. 13, sino el efecto meramente natural.

AMIGO | El amor recíproco y desinteresado.


AMIGO | El amor recíproco y desinteresado. 


El amor recíproco y desinteresado es una de las características de la amistad que en la Biblia se nos describe en algunas páginas verdaderamente inmortales, pero que, dado el carácter sobrenatural que inspira muchas de las amistades de la Escritura, no pueden ser entendidas solamente en su vertiente psicológica (1 S. 18 ss). 

Entre los paganos, al amigo se le amaba como a la «mitad de mi alma», en decir de Horacio («animae dimidium meae»); pero «el alma de Jonatán se apegó a la de David y le amó Jonatán como a sí mismo...; le amaba como a su alma, como a su propia vida» (1 S. 20:17). Por esta amistad tierna y conmovedora el joven David lo arriesga todo y salva la vida del amigo frente al propio padre, Saúl, que se siente postergado y celoso (1 S. 20:30). 

Esta amistad es sellada con un pacto y juramento de renovada ayuda (1 S. 20). El libro de los Proverbios y la literatura sapiencial dan consejos sobre la manera de conseguir, seleccionar y tratar a los amigos: elige al amigo entre muchos, ponle a prueba antes de confiarte a él, porque nada vale tanto como un buen amigo, que es «el otro tú»; ayúdale cuanto puedas y no lo traiciones nunca, porque la traición (bien sea el desamparo, la murmuración o la revelación de secretos) no es compatible con la verdadera amistad. Viejo amigo, vino añejo, gozo y gracia que Dios concede a quienes le aman: «Feliz quien encuentra un amigo de verdad.» La amistad entre los hombres y Dios es posible por medio de Jesucristo (Pr. 13:20; Jn. 3:16; 11:3, 11; Mt. 11:19; Lc. 12:4).

AMÉN| Término que indica una intensa afirmación o acuerdo.

AMÉN| Término que indica una intensa afirmación o acuerdo.

(Heb, «amen»). Término que indica una intensa afirmación o acuerdo. La primera mención de ella en las Escrituras es en el pasaje en el que la mujer de cuya fidelidad sospechaba el marido debía beber de las aguas amargas y dar su asentimiento a la maldición pronunciada sobre ella en caso de que fuera culpable, diciendo amén, amén (Nm. 5:22). 

También se usó como asentimiento por parte del pueblo, al pronunciarse las maldiciones desde el monte Ebal (Dt. 27:14-26). Cuando David declaró que Salomón debía ser su sucesor, Benaías dijo: «Amén. Así lo diga Jehová, Dios de mi señor el rey» (1 R. 1:36). Igualmente, cuando David trajo el arca, y cantó un salmo de acción de gracias, todo el pueblo dijo amén, y alabaron al Señor (1 Cr. 16:36; cp. también Neh. 5:13; 8:6). 

En un caso la exclamación no significa más que «ojalá». Hananías había profetizado falsamente que en el espacio de dos años completos todos los vasos de la casa de Jehová serían devueltos de Babilonia; a esto Jeremías dijo: «Amén, así lo diga Jehová.» Aunque sabía que se trataba de una falsa profecía, bien podía desear que pudiera ser así (Jer. 28:6, y ver el resto del pasaje). Se añade amén al final de los primeros cuatro libros de los Salmos (Sal. 41:13; 72:19; 89:52; 106:48). En estos casos no se trata de un aceptar lo que se ha dicho, sino que el escritor añade amén al final, significando «sea esto así», y se repite tres veces. Se traduce como «amén» siempre en el AT, excepto por dos ocasiones en Is. 65:16, donde se traduce «de verdad». 

Hay una palabra hebrea relacionada, que significa «creer», y que se usa en relación con Abraham (Gn. 15:6). En el NT se añade frecuentemente a la adscripción de alabanza y de bendiciones (p. ej., He. 13:21, 25). Como respuesta se usa también en diversos pasajes (p. ej., 1 Co. 14:16; Ap. 5:14; 7:12; 22:20). Hay otra manera en la que se usa la palabra: «Porque todas las promesas de Dios son en él sí (esto es, la confirmación), y en él amén (la verificación), por medio de nosotros, para la gloria de Dios» (2 Co. 1:20); también «He aquí el amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios» (Ap. 3:14). 

Así como hay respuestas en el cielo, como se ve en algunos de los pasajes anteriormente citados, así también debiera haber respuestas en la tierra en las congregaciones de los santos, no limitándose a una mera audición de la alabanza y de las oraciones. Es la palabra que usa constantemente el Señor para introducir Sus declaraciones, y que se traduce «de cierto» (p. ej., Jn. 6:26).

LA BIBLIA| Las Sagradas Escrituras de la Iglesia Cristiana

LA BIBLIA| Las Sagradas Escrituras de la Iglesia Cristiana

Es el nombre con el cual se designan desde muy antiguo las Sagradas Escrituras de la Iglesia Cristiana. Una exposición de su contenido y un estudio profundo de su texto y mensaje ocuparían mucho espacio, y precisamente todos los artículos de este diccionario iluminan un poco el texto de ese Libro por excelencia que es la Palabra de Dios. (a) Nombre. Biblia viene del griego a través del latín, y significa «Los Libros». 
La designación bíblica es de «la/s Escritura/s» y, en un lugar, «Las Santas Escrituras» (Ro. 1:2). La ausencia de adjetivo delante de la palabra Biblia revela que los que lo empleaban consideraban que estos escritos: (A) Formaban por sí mismos un conjunto concreto y determinado y  (B) que eran superiores a todas las otras obras literarias. Estos escritos sin par son, pues, los libros por excelencia. 
La etimología del nombre Escritura, en singular como en plural, permite hacer la misma constatación, hecho tanto más notable cuanto que aparece frecuentemente en el NT con el sentido implícito del término griego Biblia (Mt. 21:42; Hch. 8:32). Por otra parte, el plural neutro de este último término tiene un sentido colectivo, marcando el importante hecho de que la Biblia no es meramente un libro, sino una gran cantidad de libros. Al mismo tiempo, el empleo en singular del término «Escritura» destaca el hecho de que la diversidad de redactores recubre una maravillosa unidad que revela una conducción inteligente, que no dejó de operar durante los más de mil años de su redacción. Se cree que el primero en usar este término fue Juan Crisóstomo (347-407 d.C.). No se halla ese título en la Biblia misma, donde dichos escritos se llaman simplemente la Escritura o las Escrituras (Hch. 8:32; 2 Ti. 3:16). 
Sólo el Antiguo Testamento es aceptado por los judíos, quienes no incluían en su Canon los Libros Apócrifos (véase APÓCRIFOS) que figuran en las versiones católicas, y lo dividían en tres secciones: la «Ley», o sea el Pentateuco; los «Profetas», en que ponían algunos de los libros históricos, los profetas mayores (menos Daniel y Lamentaciones) y los doce profetas menores; y los «Escritos», donde colocaban todos los demás. Se atribuye a Esdras haber dado su forma final al Canon judío, con un total de 39 libros. Los 27 del Nuevo Testamento fueron escritos por los apóstoles o por autores íntimamente asociados con ellos. Los nombres «Antiguo Testamento» y «Nuevo Testamento» se usan desde el final del siglo II, con el fin de distinguir entre las Escrituras cristianas y las judías. 
La mayor parte del Antiguo Testamento fue escrito en hebreo, pero algunas porciones pequeñas están en arameo (Esd. 4:87:18; 7:12-26; Jer. 10:11; Dn. 2:4-7:28). El Nuevo Testamento, con excepción de unas pocas palabras y oraciones que se escribieron en arameo, fue escrito en el griego común del mundo helénico. La Biblia protestante contiene 66 libros, 39 en el Antiguo Testamento y 27 en el Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento católico-romano contiene 46 libros y adiciones a los libros de Ester y Daniel. Los protestantes aceptan solamente como canónicos los 39 libros del Antiguo Testamento de los judíos. Los libros adicionales se conocen entre los protestantes como «apócrifos». Formaban parte de la versión griega del Antiguo Testamento conocida como la Septuaginta o LXX, o también de los Setenta. (b) Conservación y transmisión de texto. 
A pesar de que fue escrita a través de un período de más de mil años, la Biblia ha llegado hasta nosotros en un admirable estado de preservación. El descubrimiento reciente de los rollos del mar Muerto, algunos de los cuales datan del segundo y tercer siglos a.C., corroboró la sorprendente exactitud del texto hebreo que poseemos hoy. En cuanto a la exactitud del Nuevo Testamento, existen 4.500 manuscritos griegos que datan desde 125 d.C. hasta la invención de la imprenta, versiones que se remontan en antigüedad al 150 d.C., y citas de porciones del Antiguo y del Nuevo Testamento de los Padres de la Iglesia desde las postrimerías del primer siglo. 
Las divisiones por capítulos y versículos es relativamente moderna: se inició en el siglo XI, según se cree, por el erudito Lanfranco, y fue completada en su forma actual por R. Estienne, en 1551. De todos los libros que la Humanidad ha conocido, ninguno ha ejercido tanta influencia como la Biblia. El primer libro editado en la imprenta fue la Biblia, marcando así el paso a la Era Moderna. Autores famosos han tomado de ella tema para realizar sus creaciones. Obras de teatro, grandes músicos y literatos, programas de cine y televisión tienen por tema la Biblia o en ella encuentran inspiración. 
Complejos movimientos filosóficos se basan en la Biblia, libro inmortal que ha enjugado las lágrimas del triste e iluminado la risa del alegre. Ella ha dado el material para las grandes catedrales de la Edad Media y ha sido la base de innumerables empresas misioneras alrededor del mundo. Completa o en parte, ha sido traducida a más de mil idiomas, y provee la base doctrinal a centenares de iglesias en culturas y situaciones muy diversas. (c) Traducciones de la Biblia. Las traducciones de la Biblia comenzaron a aparecer desde muy temprano. 
La Septuaginta data del año 250 al 150 a.C.; el Nuevo Testamento fue traducido al latín y siríaco hacia el año 150 de nuestra Era. La antiquísima versión al latín llamada «Vetus Latina» es anterior a S. Jerónimo y fue hecha cuando ya muchos no entendían el griego, que se había convertido en la lengua culta del imperio. Los estudiosos datan esta versión hacia los últimos años del siglo II o principios del III de nuestra Era. De esta versión se conservan algunos ejemplares o códices incompletos en diversas universidades, bibliotecas y museos. «La Vulgata». En el siglo IV el obispo de Roma, Dámaso, pidió a su consejero Jerónimo que hiciese una versión completa de la Biblia al latín vulgar. Jerónimo se marchó a Palestina, y allí, usando fragmentos latinos, hizo una traducción desde el hebreo y el griego, lenguas que conocía por haberlas estudiado a propósito; sin embargo, su revisión tiene muchos errores, aunque sea un verdadero monumento de erudición. 
La Iglesia Católica Romana hizo de la Vulgata el texto oficial y normativo para su uso, en el Concilio de Trento. Doctrina que aún no ha cambiado de manera oficial. «La Biblia alemana». Uno de los grandes acontecimientos en la historia de la traducción de la Biblia es la aparición de la versión alemana de Lutero. Todos los críticos están de acuerdo en afirmar que la influencia de esta traducción en el pueblo alemán, en sus costumbres y en su cultura es de importancia trascendental.
Al traducir la Biblia al alemán, Lutero se convirtió en el padre del idioma alemán moderno, como también del movimiento que ha llevado a un estudio profundo de la Iglesia primitiva y a una purificación de la vida, liturgias, costumbres y disciplina de las iglesias cristianas. «Versiones castellanas». Alfonso X, rey de Castilla y León, interesado en las Escrituras, mandó que se tradujera la «Vulgata Latina» al castellano. La obra salió a la luz en 1280 y algunos la consideran la primera versión completa en idioma moderno. También podemos hablar de una Biblia judía que había sido hecha en cuatro versiones diferentes en el siglo XIV, siguiendo el canon judío; fue hecha para judíos y por judíos. 
En 1430 el judío español Moisés Arrajel tradujo el Antiguo Testamento, y en 1490 Juan López tradujo el Nuevo Testamento. En 1530 apareció la «Vita Cristi», que es una versión de los evangelios. Casi todos los manuscritos conservados en la Biblioteca de El Escorial revelan que las versiones a «lengua romance» fueron numerosas, si bien parciales, y que salieron de las plumas de estudiosos que trabajaban con o para las comunidades hispano-judías, casi siempre. Pero en la época de los Reyes Católicos esta actividad desaparece casi totalmente ante las prohibiciones de las ediciones castellanas, por miedo a doctrinas no aprobadas. 
Cuando llega la Reforma, España cierra sus puertas a toda idea que pueda parecer provenir de ella. Así vemos a un arzobispo de Toledo en la cárcel, condenado por ideas luteranas, y los reformadores españoles, que los había, tienen que escapar y los que permanecen son víctimas de la Inquisición. La literatura de nuestro Siglo de Oro produjo las llamadas «Biblias del exilio», que si bien no figuran en las antologías oficiales, han sido, según el mismo don Marcelino Menéndez y Pelayo reconoce, de exquisito valor literario y, alguna, de «lo mejor de la prosa castellana». En 1534, Juan de Valdés, reformador español, tradujo los salmos, los evangelios y las epístolas. En 1543, Francisco de Enzinas, también reformador, tradujo el Nuevo Testamento basado en la edición crítica del texto griego de Erasmo de Rotterdam. 
En 1553, un judío (Yom Tob Atias) publicó en Ferrara (Italia) una versión castellana del Antiguo Testamento para los judíos españoles expatriados. En 1557, Juan Pérez revisó el Nuevo Testamento de Enzinas y añadió una traducción suya de los salmos. En 1569, Casiodoro de Reina, evangélico español exiliado en Basilea, por primera vez en la historia sacó a la luz una versión castellana directamente del hebreo y del griego, con ayuda de las versiones latina y las parciales españolas. Cipriano de Valera la revisó y la publicó de nuevo en 1602. Esta obra ha sido revisada varias veces para adaptarla a las transformaciones del idioma, usándose en la actualidad las revisiones de 1909, 1960, 1977, 1995, RVR y 1998. 
La Biblia se ha traducido a unas mil lenguas y dialectos. Las Sociedades Bíblicas Unidas, en colaboración con instituciones católico romanas, están preparando una versión «interconfesional» de las Escrituras Cristianas. Este proyecto ha encontrado mucha polémica porque se tiene la intención de incluir en él los libros apócrifos llamados por algunos deuterocanónicos. (Véase APÓCRIFOS). Las Iglesias Protestantes reconocen que estos libros contienen enseñanzas morales y religiosas y en algún caso pueden tener un valor altamente importante para la devoción personal, como otros libros antiguos y modernos salidos de la pluma de hombres religiosos, pero no los admiten como libros canónicos y por tanto no les dan la misma autoridad en materia de doctrina, moral o disciplina. 
Es importante hacer notar aquí que muchos doctores católicos de antes de la Reforma tampoco les dan la misma importancia a estos libros deuterocanónicos como a los demás libros que la Iglesia de Roma hoy admite dentro de su lista canónica. Las versiones católico romanas (Scio, Torres Amat, etc.) son traducciones de la versión latina llamada Vulgata. La llamada «Biblia de Jerusalén», que es una traducción de una versión francesa, y la Biblia Nácar-Colunga, son los mejores esfuerzos por parte católica para poner en castellano la Palabra de Dios. 
Los jesuitas españoles Juan Mateos y Luis Alonso Schôkel han publicado últimamente una nueva traducción de la Biblia basada en los métodos más actuales de las ciencias bíblicas. La traducción es bastante ágil, pero se separa bastante de los idiomas originales en algunos pasajes para poder ser «la Biblia de la nueva sensibilidad religiosa», como dicen sus traductores en la presentación. En 1977 se publicó una nueva revisión de la antigua versión Reina-Valera, con acentuación de nombres propios según el hebreo, aclaración de las figuras en los libros poéticos, con referencia al original y cuidadosamente cotejada con los textos originales hebreo y griego, lo cual la hace la más fiel y a la vez la más actual de las traducciones existentes en nuestra lengua. 
En este importante trabajo intervinieron eruditos en lingüística y traducción bíblica de las distintas iglesias protestantes de España y de Hispanoamérica. El trabajo de revisión ha sido muy apreciado por su fidelidad a las lenguas originales y por la claridad que introduce en algunos pasajes de la Biblia clásica de lengua castellana.
Esta revisión lleva el nombre de REVISIÓN '77.
(Véanse MANUSCRITOS, VERSIONES (de la Biblia), QUMRÁN).
Fuente: Diccionario Bíblico

CANON| La Vara que Sirva para Medir

CANON| La Vara que Sirva para Medir

(Caña, regla). Este término tiene diversos sentidos: 
(A) Cualquier regla o vara que sirva para medir (p. ej., el nivel de un albañil). 
(B) En sentido figurado, modelo que permite fijar las normas, especialmente de los libros clásicos; guía, norma (Gá. 6:16; Fil. 3:16). 
(C) Doctrina cristiana ortodoxa, en contraste con la heterodoxia. 
(D) Las Escrituras consideradas como norma de fe y de conducta. El término canon procede del griego. Los Padres de la Iglesia fueron los primeros que emplearon esa palabra en el 4º sentido, pero la idea representada es muy antigua. Un libro que tiene derecho a estar incluido dentro de la Biblia recibe el nombre de «canónico»; uno que no posea este derecho es dicho «no canónico»; el derecho a quedar admitido dentro de la Escritura es la «canonicidad». 
(E) El canon es también la lista normativa de libros inspirados y recibidos de parte de Dios. Cuando hablamos del canon del AT o del NT, hablamos en este sentido.   
1. CANON DEL ANTIGUO TESTAMENTO Los documentos literarios con autoridad en Israel se multiplicaron poco a poco, y fueron celosamente conservados. Tenemos ejemplos de esta redacción de los libros santos. 
La ley fundamental de los 10 mandamientos escritos sobre tablas de piedra fue depositada dentro del arca (Éx. 40:20). Estos estatutos figuran en el libro del pacto (Éx. 20:23-23:33; 24:7). El libro de la Ley, redactado por Moisés, fue guardado al lado del arca (Dt. 31:24-26). Josué adjuntó lo que él había escrito (Jos. 24:26). Samuel consignó el derecho de los reyes en un libro que puso ante el Señor (1 S. 10:25). Bajo Josías se encontró, durante las obras de restauración del templo, el libro de la Ley de Jehová. 
El rey, los sacerdotes, los profetas y el pueblo reconocieron su autoridad y antigüedad (2 R. 22:8-20); se hicieron copias de esta ley según la orden dada ya en Dt. 17:18-20. Los profetas dejaron escritas sus propias palabras (p. ej., Jer. 36:32), tomaban nota recíproca, y las citaban como autoridades (Esd. 2:2-4; cp. Mi. 4:1-3). Se reconocía la autoridad de la ley y de las palabras de los profetas, escritos inspirados por el Espíritu de Dios, y celosamente preservados por Jehová (Zac. 1:4; 7:7, 12). 
En los tiempos de Esdras, la Ley de Moisés, que comprendía los 5 libros de Moisés circulaba bajo la forma de parte de las Sagradas Escrituras, Esdras poseía una copia (Esd. 7:14), y era un escriba erudito en la ley divina (Esd. 7:6). El pueblo le pidió una lectura pública de este libro (Neh. 8:1, 5, 8). Por aquella misma época, antes de consumarse la separación entre los judíos y los samaritanos, el Pentateuco fue llevado a Samaria. Jesús Ben Sirach da testimonio de que la disposición de los profetas menores en un grupo de 12 estaba ya implantada hacia el año 200 a.C. (Ecl. 49:12). 
En otro pasaje sugiere que Josué, Jueces, Samuel, Reyes, Isaías, Jeremías, Ezequiel y los Doce formaban un gran conjunto, que constituía la segunda parte del canon hebreo. Ya en el año 132 a.C. se afirma la existencia de la triple división de las Escrituras: «La ley, los profetas, y los otros escritos análogos»; o también «la ley, los profetas, y los otros libros», o «la ley, las profecías, y el resto de libros». Ya en la misma época se disponía de la versión griega LXX. Un escrito que data de alrededor del 100 a.C. menciona «los libros sagrados que poseemos» (1 Mac. 12:9). 
Filón de Alejandría (un judío nacido en el año 20 a.C., y que murió durante el reinado de Claudio) tenía la lista contemporánea de los escritos del AT. Dio citas de casi todos los libros del AT, pero no menciona ni uno de los apócrifos. El NT habla de las «Escrituras» como un cuerpo bien determinado de documentos autorizados (Mt. 21:42; 26:56; Mr. 14:49; Jn. 10:35; 2 Ti. 3:16). Son Escrituras Santas (Ro. 1:2; 2 Ti. 3:15). Constituyen los oráculos de Dios (Ro. 3:2; He. 5:12; 1 P. 4:11). El NT menciona una triple división del AT: «La ley de Moisés, los Profetas, y los Salmos» (Lc. 24:44). A excepción de Abdías, Nahum, Esdras, Nehemías, Ester, Cantar de los Cantares y Eclesiastés, el NT da citas de todos los otros libros del AT, o hace alusión a ellos. 
Josefo, contemporáneo del apóstol Pablo, escribiendo hacia el año 100 de nuestra era, y hablando en favor de su nación, dice: «No tenemos más que 22 libros que contienen los relatos de toda la historia antigua, y que son justamente considerados como divinos.» Josefo afirma de una manera bien enérgica la autoridad de estos escritos: Todos los acontecimientos desde la época de Artajerjes hasta nuestros días han sido consignados, pero los anales recientes no gozan del crédito de los precedentes debido a que no ha existido una línea ininterrumpida de profetas. 
He aquí una prueba positiva acerca de nuestra actitud con respecto a las Escrituras: Después de muchos siglos, nadie se ha atrevido a añadir ni a quitar nada, ni a modificar el contenido, ya que para todos los judíos ha venido a ser cosa natural, desde su más temprana juventud, el creer que estos libros contienen enseñanzas divinas, el persistir en ellas y, si ello es necesario, morir voluntariamente por ellas (Contra Apión, 1:8).   
Josefo divide las Escrituras en tres secciones, y dice: 
(A) «5 libros son de Moisés; contienen sus leyes y las enseñanzas acerca del origen de la humanidad; tienen su conclusión con la muerte de Moisés.»  
(B) «Los profetas que vinieron después de Moisés consignaron en 13 libros, hasta Artajerjes, los acontecimientos de sus tiempos.» Es indudable que Josefo seguía la disposición de la LXX y la nomenclatura de los alejandrinos. 
Los 13 libros son probablemente Josué, Jueces con Rut, Samuel, los Reyes, las Crónicas, Esdras con Nehemías, Ester, Job, Daniel, Isaías, Jeremías con las Lamentaciones, Ezequiel, y los Doce Profetas Menores. 
(C) «Los cuatro libros restantes contienen himnos a Dios, y preceptos de conducta.» Éstos eran seguramente los Salmos, el Cantar de los Cantares, los Proverbios y el Eclesiastés. Hasta aquí los hechos. Pero una tradición contemporánea decía también que el canon había estado establecido en tiempos de Esdras y de Nehemías. Josefo, ya citado, expresa la convicción general de sus compatriotas: después de Artajerjes, esto es, a partir de la época de Esdras y Nehemías, no se había añadido ningún libro. 
Una ridícula leyenda, que data de la segunda parte del siglo I de la era cristiana, afirmaba que Esdras restableció por revelación toda la ley e incluso todo el AT (ver el libro apócrifo 4 Esdras. 14:21, 22, 40), debido a que, se afirma, habían desaparecido todas las copias guardadas en el templo. En todo caso, lo que esta leyenda apoya es que los judíos de Palestina, en esta época, contaban con 24 libros canónicos (24 + 70 = 94). Un escrito de fecha y autenticidad dudosas, redactado posiblemente alrededor del 100 a.C. (2 Mac. 2:13) habla de Nehemías como fundador de una biblioteca, donde hubiera recogido «los libros de los reyes, y de los profetas, y de David; y las cartas de las donaciones de los reyes (de Persia)». 
Ireneo menciona otra tradición: «Después de la destrucción de los escritos sagrados, durante el exilio, bajo Nabucodonosor, cuando los judíos, 70 años más tarde, habían vuelto a su país, en los días de Artajerjes, Dios inspiró a Esdras, el sacerdote, que pusiera en orden todas las palabras de los profetas que habían sido antes que él, y que restituyera al pueblo la legislación de Moisés.» Elías Levita, escribiendo en el año 1538 d.C., expresa de esta manera la opinión de los suyos: «En la época de Esdras, los 24 libros no habían sido todavía reunidos en un solo volumen. Esdras y sus compañeros los recopilaron en 3 partes: La ley, los profetas, y los hagiógrafos.» Esta multiforme tradición contiene una parte de verdad. 
Hubo un momento en que cesó la revelación del AT. La tradición fija este tiempo en la época de Esdras, pero no está necesariamente atado a ella para el establecimiento de la fecha de redacción de ciertos libros, p. ej., de, Nehemías y de las Crónicas, Así, es también interesante considerar el final de la inspiración del AT, así como su comienzo. 
(A) El Pentateuco, obra de Moisés, da la ley fundamental de la nación, constituyendo una sección del canon: era conveniente, a causa de su situación cronológica y fundacional, que ocupara el primer lugar en el canon. 
(B) Los Profetas eran los autores de los libros asignados a la 2ª sección: así lo indicaban su cantidad y carácter. Eran 8 estos libros: los Profetas anteriores, Josué, Jueces, Samuel y Reyes; los Profetas posteriores: Isaías, Jeremías, Ezequiel, y los Doce. En cuanto a Josué considerado como profeta de Dios, cp. Ec. 46:1. 
(C) Los Salmos y Proverbios constituyen el núcleo de la 3ª sección. Estos escritos tenían 2 características: se trataba de poesía cuyos autores no eran profetas en el sentido absoluto de la palabra; a los libros de esta 3ª sección se adjuntaron todos los escritos análogos de autoridad indiscutida. Debido a que había sido escrita en forma poética, se incluyó en esta sección la oración de Moisés, el Salmo 90, aunque había sido escrita por un profeta. De la misma manera, Lamentaciones, que había sido redactado por un profeta, pero obra poética, fue situado en la 3ª sección del canon hebreo. 
Hay otra razón que explica que Lamentaciones fuera separado del libro de Jeremías. Durante el aniversario de la destrucción de los 2 templos, se leía el libro de Lamentaciones; a esto se debe que fuera incluido con 4 libros de pequeñas dimensiones: El Cantar de los Cantares Rut, Eclesiastés y Ester, leídos en otros cuatro aniversarios. Constituyen los cinco rollos denominados Megilloth. 
El libro de Daniel fue situado en esta sección debido a que su autor, aunque dotado del don de profecía, no tenía una misión de profeta. Es muy probable que un sacerdote, y no un profeta, escribiera el libro de las Crónicas. Por ello es que sería situado en la 3ª sección. No es por el simple hecho de su tardía redacción que se explica la colocación de Crónicas en esta tercera sección. En efecto, hay libros y secciones de libros de esta tercera sección que datan de fechas anteriores a Zacarías y Malaquías, pertenecientes a la segunda sección. 
Es preciso añadir que en tanto que se había determinado de una manera definitiva el contenido de las diferentes partes del canon, el orden de los libros de la 3ª sección varía con el tiempo. El Talmud dice además que dentro de la segunda sección, Isaías se encuentra entre Ezequiel y los Profetas Menores. Los cuatro libros proféticos, Jeremías, Ezequiel, Isaías, y los Profetas Menores fueron evidentemente colocados por orden de tamaño. Al final del siglo I de nuestra era se discutía aún el lugar dentro del canon de varios libros de la 3ª sección. 
No era asunto de discusión que estos libros formaran parte del canon; lo que se discutía era la relación que tenían entre sí; pero es probable que estos debates no sirvieran para otra cosa que para exhibiciones de oratoria. La intención no era en absoluto la de sacar ningún libro del canon, sino la de demostrar el derecho al lugar que ya ocupaba.   
2. CANON DEL NUEVO TESTAMENTO La iglesia primitiva recibió de los judíos la creencia en una norma escrita con respecto a la fe. Cristo mismo confirmó esta creencia al invocar el AT como palabra escrita de Dios (Jn. 5 37-47; Mt. 5:17, 18; Mr. 12:36, 37; Lc. 16:31), al emplearlo para instruir a Sus discípulos (Lc. 24:45). Los apóstoles se refieren frecuentemente a la autoridad del AT (Ro. 3:2, 21; 1 Co. 4:6; Ro. 15:4; 2 Ti. 3:15-17; 2 P. 1:21). Los apóstoles reclamaron a continuación, para sus propias enseñanzas, orales y escritas, la misma autoridad que la del AT (1 Co. 2:7-13; 14:37; 1 Ts. 2:13; Ap. 1:3); ordenaron la lectura pública de sus epístolas (1 Ts. 5:27; Col. 4:16, 17; 2 Ts. 2:15; 2 P. 1:15, 3:1, 2), las revelaciones dadas a la iglesia por medio de los profetas eran consideradas como constitutivas, con la enseñanza de los apóstoles, de la base de la iglesia (Ef. 2:20). 
Así, era justo y normal que la literatura del NT fuera añadida a la del AT, y que el canon de la fe establecido hasta aquel entonces se viera aumentado. El NT mismo nos permite señalar el inicio de estas adiciones (1 Ti. 5:18; 2 P. 3:1, 2, 16). En las generaciones posteriores a la apostólica, se fueron reuniendo poco a poco los escritos que se sabía tenían autoridad apostólica llegando a formar la segunda mitad del canon de la Iglesia, y al final llegaron a recibir el nombre del Nuevo Testamento. 
Desde el comienzo, la apostolicidad constituía la prueba de que un libro tenía derecho a figurar dentro del canon; ello significa que los apóstoles habían ratificado su transmisión a la iglesia, siendo que el libro había sido escrito por uno de ellos, o que estaba cubierto por su autoridad. 
Era la doctrina apostólica. Tenemos numerosas pruebas de que a lo largo de los siglos II y III se fueron reuniendo bajo este principio los libros del NT; no obstante, por diversas razones, la formación del conjunto fue haciéndose lentamente. Al principio algunas iglesias solamente reconocieron la autenticidad de ciertos libros. No fue sino hasta que el conjunto de los creyentes del imperio romano tomó conciencia de su unidad eclesial que se admitió universalmente la totalidad de los libros reconocidos como apostólicos dentro de las diversas fracciones de la Iglesia. 
El proceso de reunión de libros no fue precisamente estimulado por el surgimiento, posterior, de herejías y de escritos apócrifos que se atribuían falsamente la autoridad apostólica. Pero, en tanto que la coordinación entre las iglesias era lenta, no importaba que una iglesia no admitiera un libro en el canon, a no ser que lo considerara apostólico. La doctrina de los apóstoles era la norma de la fe. Eran sus libros los que se leían en el culto público. Descubrimos que al principio del siglo II se les llamaba, sin reservas de ningún tipo, «las Escrituras» (Ep. de Policarpo 12; Ep. de Bernabé 4); se admitían los escritos de Marcos y de Lucas porque estaban apoyados por la autoridad de Pedro y de Pablo; se escribían comentarios acerca de estos libros, cuyas afirmaciones y fraseología conformaron la literatura de la época posterior a la apostólica. Los hechos posteriores, dignos de toda atención, muestran a qué ritmo se fue formando la colección de libros como un todo. 
Desde el principio del siglo II los 4 Evangelios habían sido recibidos por todos, en tanto que, según 2 P. 3:16 los lectores de esta epístola conocían ya una colección de cartas de Pablo. Ya entonces se empleaban los términos «Evangelios» y «Apóstoles» para designar las dos secciones de la nueva colección. 
Asimismo, la canonicidad de Hechos ya estaba reconocida dentro de la primera mitad del siglo II. Es verdad que ciertas secciones de la Iglesia discutieron algunos libros, pero ello también muestra que su final admisión en el canon estuvo basada en pruebas suficientes. La iglesia en Siria, en el siglo II, había admitido todo el Nuevo Testamento, como lo tenemos ahora, a excepción del Apocalipsis, la 2ª epístola de Pedro, las 2ª y 3ª de Juan. La iglesia de Roma reconocía el NT a excepción de la epístola a los Hebreos, las epístolas de Pedro, Santiago, y la 3ª de Juan. La iglesia en el norte de África reconocía también todo el NT, a excepción de Hebreos, 2. Pedro, y quizá Santiago. 
Estas colecciones no contenían así más que los libros oficialmente aceptados dentro de las respectivas iglesias, lo cual no demuestra que los otros escritos apostólicos no fueran conocidos. Por lo demás, se llegó a la unanimidad durante el siglo III con algunas excepciones. En la época de los Concilios quedó adoptado universalmente el canon de nuestro NT actual. En el siglo IV 10 Padres de la Iglesia y 2 concilios dieron listas de libros canónicos. Tres de estas listas omiten el Apocalipsis, cuya autenticidad había quedado sin embargo bien atestiguada anteriormente. 
El NT de las demás listas tiene el contenido del actual. Señalemos, a la luz de estos hechos: 
1) A pesar de la lenta coordinación de los escritos del NT en un solo volumen, la creencia en una norma escrita de la fe era el patrimonio de la iglesia primitiva y de los apóstoles. No implica a causa de la historia de la formación del canon que se haya revestido de autoridad a una regla escrita de la fe. Esta historia no revela más que las etapas que tuvieron lugar en el reconocimiento y reunión de los libros que evidenciaban su pertenencia al canon.  
2) Tanto los Padres como las iglesias diferían en sus opiniones y prácticas en cuanto a la elección de los libros canónicos y en cuanto al grado de autenticidad que justificaba la entrada de un escrito en el canon. Este hecho tan sólo subraya, nuevamente, las etapas por las que se tuvo que pasar para hacer admitir poco a poco a la iglesia entera la canonicidad de los libros. Es también evidente que los cristianos de la iglesia primitiva no aceptaron el carácter apostólico de los libros sino después de haberlos examinado con detenimiento. De la misma manera, se revisó oportunamente la aceptación ocasional de libros apócrifos o pseudoepigráficos. 
3) El testimonio de la historia nos da así una prueba de que los 27 libros del NT son apostólicos. Esta convicción merece nuestra gozosa participación sabiendo que nadie puede probar que sea falsa. Con todo, está claro que no admitimos estos 27 libros meramente porque unos Concilios hayan decretado su canonicidad, ni sólo porque tengamos a su favor el testimonio de la historia. Su contenido, visiblemente inspirado por Dios, contiene una prueba interna a la que es sensible nuestra alma, al recibir de Él la iluminación y la convicción. Por el testimonio interno del Espíritu, tan caro a los Reformadores, recibe la firme certeza de la fe. Sabe, con la iglesia apostólica y de los siglos ya idos, que Dios ha obrado un doble milagro al darnos Su revelación escrita. Inspiró toda la Escritura y a cada uno de sus redactores sagrados (2 Ti. 3:16). 
Además, dio a la iglesia primitiva el discernimiento sobrenatural que necesitaba para reconocer los escritos apostólicos, y descartar todas las imitaciones, fraudes y engaños, así como escritos buenos y edificantes, pero no apostólicos ni inspirados. Esta obra se llevó a cabo con lentitud, con titubeos y retrasos, pero conduciéndola Dios a la perfección y a la unanimidad. Actualmente, el canon de las Escrituras está cerrado, y la Biblia declara que nada se puede añadir ni quitar (Ap. 22:18-19). 
4) Una última observación: el nombre «canon» no fue dado al conjunto de los libros sagrados antes del siglo IV. Pero si este término, tan universal en la actualidad, no fue empleado al principio, la idea que representa, esto es, que los libros sagrados son la norma de la fe, era ya una doctrina de los apóstoles.   La concepción de la formación del canon que aquí se expone está íntimamente unida a la fe evangélica, con la que concuerda la ciencia positiva, que nos hace aceptar los libros de la Biblia a causa de su inspiración divina, como ya de principio fuente de autoridad y parte integrante del canon. 
Evidentemente, es muy diferente para los que rechazan la autenticidad y la veracidad de estos libros. Según los críticos hostiles a la Biblia, Moisés no escribió sus libros; las «profecías» (las de Daniel y de la última parte de Isaías, p. ej.) hubieran sido redactadas mucho tiempo después de la época de estos grandes hombres de Dios, posiblemente muy cerca de la época de Jesucristo. 
Se comprende fácilmente que los partidarios de estas especulaciones abandonen las evidencias antiguas de la Iglesia y de la Sinagoga con respecto a la formación del canon. Y las especulaciones de los críticos hostiles a la Biblia no tienen más base que sus deseos de estar en lo cierto, en tanto que la historia de la formación del canon, tanto del Antiguo Testamento como la del Nuevo, reposa sobre unas bases firmes y fidedignas de autenticidad y realidad. Para un estudio acerca de cada libro, ver los artículos correspondientes a cada libro individual de la Biblia. (Véase también INSPIRACIÓN). 
Los lectores que deseen profundizar en el estudio de este tema pueden consultar, entre otras obras, las siguientes:   
Bibliografía: 
Bruce, F. F.: «¿Son fidedignos los documentos del Nuevo Testamento?» (Caribe, Miami 1972),
Bruce, F. F.: « The Books and the Parchments» (Pickering and Inglis, Londres 1975);
Dana, H. E.: «El Nuevo Testamento ante la crítica» (Casa Bautista de Publicaciones, El Paso 1965);
Grau, J.: «El Fundamento Apostólico» (Ediciones Evangélicas Europeas, Barcelona 1973);
McDowell, J.: «Evidencia que exige un veredicto» (Clie, Terrassa, 1988);
McDowell, J.: «More Evidence that Demands a Verdict» (Campus Crusade for Christ, San Bernardino, California 1975). 
Véanse también: APOCALÍPTICA (Literatura), APÓCRIFOS (Libros)