CANON|
La Vara que Sirva para Medir
(Caña, regla). Este término
tiene diversos sentidos:
(A) Cualquier regla o vara que
sirva para medir (p. ej., el nivel de un albañil).
(B) En sentido figurado, modelo
que permite fijar las normas, especialmente de los libros clásicos; guía, norma
(Gá. 6:16; Fil. 3:16).
(C) Doctrina cristiana
ortodoxa, en contraste con la heterodoxia.
(D) Las Escrituras consideradas
como norma de fe y de conducta. El término canon procede del griego. Los Padres
de la Iglesia fueron los primeros que emplearon esa palabra en el 4º sentido,
pero la idea representada es muy antigua. Un libro que tiene derecho a estar
incluido dentro de la Biblia recibe el nombre de «canónico»; uno que no posea
este derecho es dicho «no canónico»; el derecho a quedar admitido dentro de la
Escritura es la «canonicidad».
(E) El canon es también la
lista normativa de libros inspirados y recibidos de parte de Dios. Cuando
hablamos del canon del AT o del NT, hablamos en este sentido.
1.
CANON DEL ANTIGUO TESTAMENTO Los documentos literarios con
autoridad en Israel se multiplicaron poco a poco, y fueron celosamente
conservados. Tenemos ejemplos de esta redacción de los libros santos.
La ley fundamental de los 10
mandamientos escritos sobre tablas de piedra fue depositada dentro del arca
(Éx. 40:20). Estos estatutos figuran en el libro del pacto (Éx. 20:23-23:33;
24:7). El libro de la Ley, redactado por Moisés, fue guardado al lado del arca
(Dt. 31:24-26). Josué adjuntó lo que él había escrito (Jos. 24:26). Samuel
consignó el derecho de los reyes en un libro que puso ante el Señor (1 S.
10:25). Bajo Josías se encontró, durante las obras de restauración del templo,
el libro de la Ley de Jehová.
El rey, los sacerdotes, los
profetas y el pueblo reconocieron su autoridad y antigüedad (2 R. 22:8-20); se
hicieron copias de esta ley según la orden dada ya en Dt. 17:18-20. Los
profetas dejaron escritas sus propias palabras (p. ej., Jer. 36:32), tomaban
nota recíproca, y las citaban como autoridades (Esd. 2:2-4; cp. Mi. 4:1-3). Se
reconocía la autoridad de la ley y de las palabras de los profetas, escritos
inspirados por el Espíritu de Dios, y celosamente preservados por Jehová (Zac.
1:4; 7:7, 12).
En los tiempos de Esdras, la
Ley de Moisés, que comprendía los 5 libros de Moisés circulaba bajo la forma de
parte de las Sagradas Escrituras, Esdras poseía una copia (Esd. 7:14), y era un
escriba erudito en la ley divina (Esd. 7:6). El pueblo le pidió una lectura
pública de este libro (Neh. 8:1, 5, 8). Por aquella misma época, antes de
consumarse la separación entre los judíos y los samaritanos, el Pentateuco fue
llevado a Samaria. Jesús Ben Sirach da testimonio de que la disposición de los
profetas menores en un grupo de 12 estaba ya implantada hacia el año 200 a.C.
(Ecl. 49:12).
En otro pasaje sugiere que
Josué, Jueces, Samuel, Reyes, Isaías, Jeremías, Ezequiel y los Doce formaban un
gran conjunto, que constituía la segunda parte del canon hebreo. Ya en el año
132 a.C. se afirma la existencia de la triple división de las Escrituras: «La
ley, los profetas, y los otros escritos análogos»; o también «la ley, los
profetas, y los otros libros», o «la ley, las profecías, y el resto de libros».
Ya en la misma época se disponía de la versión griega LXX. Un escrito que data
de alrededor del 100 a.C. menciona «los libros sagrados que poseemos» (1 Mac.
12:9).
Filón de Alejandría (un judío
nacido en el año 20 a.C., y que murió durante el reinado de Claudio) tenía la
lista contemporánea de los escritos del AT. Dio citas de casi todos los libros
del AT, pero no menciona ni uno de los apócrifos. El NT habla de las
«Escrituras» como un cuerpo bien determinado de documentos autorizados (Mt.
21:42; 26:56; Mr. 14:49; Jn. 10:35; 2 Ti. 3:16). Son Escrituras Santas (Ro.
1:2; 2 Ti. 3:15). Constituyen los oráculos de Dios (Ro. 3:2; He. 5:12; 1 P.
4:11). El NT menciona una triple división del AT: «La ley de Moisés, los
Profetas, y los Salmos» (Lc. 24:44). A excepción de Abdías, Nahum, Esdras,
Nehemías, Ester, Cantar de los Cantares y Eclesiastés, el NT da citas de todos
los otros libros del AT, o hace alusión a ellos.
Josefo, contemporáneo del
apóstol Pablo, escribiendo hacia el año 100 de nuestra era, y hablando en favor
de su nación, dice: «No tenemos más que 22 libros que contienen los relatos de
toda la historia antigua, y que son justamente considerados como divinos.»
Josefo afirma de una manera bien enérgica la autoridad de estos escritos: Todos
los acontecimientos desde la época de Artajerjes hasta nuestros días han sido
consignados, pero los anales recientes no gozan del crédito de los precedentes
debido a que no ha existido una línea ininterrumpida de profetas.
He aquí una prueba positiva
acerca de nuestra actitud con respecto a las Escrituras: Después de muchos
siglos, nadie se ha atrevido a añadir ni a quitar nada, ni a modificar el
contenido, ya que para todos los judíos ha venido a ser cosa natural, desde su más
temprana juventud, el creer que estos libros contienen enseñanzas divinas, el
persistir en ellas y, si ello es necesario, morir voluntariamente por ellas
(Contra Apión, 1:8).
Josefo divide las Escrituras en
tres secciones, y dice:
(A) «5 libros son de Moisés;
contienen sus leyes y las enseñanzas acerca del origen de la humanidad; tienen
su conclusión con la muerte de Moisés.»
(B) «Los profetas que vinieron
después de Moisés consignaron en 13 libros, hasta Artajerjes, los
acontecimientos de sus tiempos.» Es indudable que Josefo seguía la disposición
de la LXX y la nomenclatura de los alejandrinos.
Los 13 libros son probablemente
Josué, Jueces con Rut, Samuel, los Reyes, las Crónicas, Esdras con Nehemías,
Ester, Job, Daniel, Isaías, Jeremías con las Lamentaciones, Ezequiel, y los
Doce Profetas Menores.
(C) «Los cuatro libros
restantes contienen himnos a Dios, y preceptos de conducta.» Éstos eran
seguramente los Salmos, el Cantar de los Cantares, los Proverbios y el Eclesiastés.
Hasta aquí los hechos. Pero una tradición contemporánea decía también que el
canon había estado establecido en tiempos de Esdras y de Nehemías. Josefo, ya
citado, expresa la convicción general de sus compatriotas: después de
Artajerjes, esto es, a partir de la época de Esdras y Nehemías, no se había
añadido ningún libro.
Una ridícula leyenda, que data
de la segunda parte del siglo I de la era cristiana, afirmaba que Esdras
restableció por revelación toda la ley e incluso todo el AT (ver el libro
apócrifo 4 Esdras. 14:21, 22, 40), debido a que, se afirma, habían desaparecido
todas las copias guardadas en el templo. En todo caso, lo que esta leyenda
apoya es que los judíos de Palestina, en esta época, contaban con 24 libros
canónicos (24 + 70 = 94). Un escrito de fecha y autenticidad dudosas, redactado
posiblemente alrededor del 100 a.C. (2 Mac. 2:13) habla de Nehemías como
fundador de una biblioteca, donde hubiera recogido «los libros de los reyes, y
de los profetas, y de David; y las cartas de las donaciones de los reyes (de
Persia)».
Ireneo menciona otra tradición:
«Después de la destrucción de los escritos sagrados, durante el exilio, bajo
Nabucodonosor, cuando los judíos, 70 años más tarde, habían vuelto a su país,
en los días de Artajerjes, Dios inspiró a Esdras, el sacerdote, que pusiera en
orden todas las palabras de los profetas que habían sido antes que él, y que
restituyera al pueblo la legislación de Moisés.» Elías Levita, escribiendo en
el año 1538 d.C., expresa de esta manera la opinión de los suyos: «En la época
de Esdras, los 24 libros no habían sido todavía reunidos en un solo volumen.
Esdras y sus compañeros los recopilaron en 3 partes: La ley, los profetas, y
los hagiógrafos.» Esta multiforme tradición contiene una parte de verdad.
Hubo un momento en que cesó la
revelación del AT. La tradición fija este tiempo en la época de Esdras, pero no
está necesariamente atado a ella para el establecimiento de la fecha de
redacción de ciertos libros, p. ej., de, Nehemías y de las Crónicas, Así, es
también interesante considerar el final de la inspiración del AT, así como su
comienzo.
(A) El Pentateuco, obra de
Moisés, da la ley fundamental de la nación, constituyendo una sección del
canon: era conveniente, a causa de su situación cronológica y fundacional, que
ocupara el primer lugar en el canon.
(B) Los Profetas eran los
autores de los libros asignados a la 2ª sección: así lo indicaban su cantidad y
carácter. Eran 8 estos libros: los Profetas anteriores, Josué, Jueces, Samuel y
Reyes; los Profetas posteriores: Isaías, Jeremías, Ezequiel, y los Doce. En
cuanto a Josué considerado como profeta de Dios, cp. Ec. 46:1.
(C) Los Salmos y Proverbios
constituyen el núcleo de la 3ª sección. Estos escritos tenían 2
características: se trataba de poesía cuyos autores no eran profetas en el
sentido absoluto de la palabra; a los libros de esta 3ª sección se adjuntaron
todos los escritos análogos de autoridad indiscutida. Debido a que había sido
escrita en forma poética, se incluyó en esta sección la oración de Moisés, el
Salmo 90, aunque había sido escrita por un profeta. De la misma manera,
Lamentaciones, que había sido redactado por un profeta, pero obra poética, fue
situado en la 3ª sección del canon hebreo.
Hay otra razón que explica que
Lamentaciones fuera separado del libro de Jeremías. Durante el aniversario de
la destrucción de los 2 templos, se leía el libro de Lamentaciones; a esto se
debe que fuera incluido con 4 libros de pequeñas dimensiones: El Cantar de los
Cantares Rut, Eclesiastés y Ester, leídos en otros cuatro aniversarios.
Constituyen los cinco rollos denominados Megilloth.
El libro de Daniel fue situado
en esta sección debido a que su autor, aunque dotado del don de profecía, no
tenía una misión de profeta. Es muy probable que un sacerdote, y no un profeta,
escribiera el libro de las Crónicas. Por ello es que sería situado en la 3ª
sección. No es por el simple hecho de su tardía redacción que se explica la
colocación de Crónicas en esta tercera sección. En efecto, hay libros y
secciones de libros de esta tercera sección que datan de fechas anteriores a
Zacarías y Malaquías, pertenecientes a la segunda sección.
Es preciso añadir que en tanto
que se había determinado de una manera definitiva el contenido de las
diferentes partes del canon, el orden de los libros de la 3ª sección varía con
el tiempo. El Talmud dice además que dentro de la segunda sección, Isaías se
encuentra entre Ezequiel y los Profetas Menores. Los cuatro libros proféticos,
Jeremías, Ezequiel, Isaías, y los Profetas Menores fueron evidentemente
colocados por orden de tamaño. Al final del siglo I de nuestra era se discutía
aún el lugar dentro del canon de varios libros de la 3ª sección.
No era asunto de discusión que
estos libros formaran parte del canon; lo que se discutía era la relación que
tenían entre sí; pero es probable que estos debates no sirvieran para otra cosa
que para exhibiciones de oratoria. La intención no era en absoluto la de sacar
ningún libro del canon, sino la de demostrar el derecho al lugar que ya ocupaba.
2.
CANON DEL NUEVO TESTAMENTO La iglesia primitiva recibió de los judíos
la creencia en una norma escrita con respecto a la fe. Cristo mismo confirmó
esta creencia al invocar el AT como palabra escrita de Dios (Jn. 5 37-47; Mt.
5:17, 18; Mr. 12:36, 37; Lc. 16:31), al emplearlo para instruir a Sus
discípulos (Lc. 24:45). Los apóstoles se refieren frecuentemente a la autoridad
del AT (Ro. 3:2, 21; 1 Co. 4:6; Ro. 15:4; 2 Ti. 3:15-17; 2 P. 1:21). Los
apóstoles reclamaron a continuación, para sus propias enseñanzas, orales y
escritas, la misma autoridad que la del AT (1 Co. 2:7-13; 14:37; 1 Ts. 2:13;
Ap. 1:3); ordenaron la lectura pública de sus epístolas (1 Ts. 5:27; Col. 4:16,
17; 2 Ts. 2:15; 2 P. 1:15, 3:1, 2), las revelaciones dadas a la iglesia por medio
de los profetas eran consideradas como constitutivas, con la enseñanza de los
apóstoles, de la base de la iglesia (Ef. 2:20).
Así, era justo y normal que la
literatura del NT fuera añadida a la del AT, y que el canon de la fe
establecido hasta aquel entonces se viera aumentado. El NT mismo nos permite
señalar el inicio de estas adiciones (1 Ti. 5:18; 2 P. 3:1, 2, 16). En las
generaciones posteriores a la apostólica, se fueron reuniendo poco a poco los
escritos que se sabía tenían autoridad apostólica llegando a formar la segunda
mitad del canon de la Iglesia, y al final llegaron a recibir el nombre del
Nuevo Testamento.
Desde el comienzo, la apostolicidad constituía la prueba de
que un libro tenía derecho a figurar dentro del canon; ello significa que los
apóstoles habían ratificado su transmisión a la iglesia, siendo que el libro
había sido escrito por uno de ellos, o que estaba cubierto por su autoridad.
Era la doctrina apostólica.
Tenemos numerosas pruebas de que a lo largo de los siglos II y III se fueron
reuniendo bajo este principio los libros del NT; no obstante, por diversas
razones, la formación del conjunto fue haciéndose lentamente. Al principio
algunas iglesias solamente reconocieron la autenticidad de ciertos libros. No
fue sino hasta que el conjunto de los creyentes del imperio romano tomó
conciencia de su unidad eclesial que se admitió universalmente la totalidad de
los libros reconocidos como apostólicos dentro de las diversas fracciones de la
Iglesia.
El proceso de reunión de libros
no fue precisamente estimulado por el surgimiento, posterior, de herejías y de
escritos apócrifos que se atribuían falsamente la autoridad apostólica. Pero,
en tanto que la coordinación entre las iglesias era lenta, no importaba que una
iglesia no admitiera un libro en el canon, a no ser que lo considerara
apostólico. La doctrina de los apóstoles era la norma de la fe. Eran sus libros
los que se leían en el culto público. Descubrimos que al principio del siglo II
se les llamaba, sin reservas de ningún tipo, «las Escrituras» (Ep. de Policarpo
12; Ep. de Bernabé 4); se admitían los escritos de Marcos y de Lucas porque
estaban apoyados por la autoridad de Pedro y de Pablo; se escribían comentarios
acerca de estos libros, cuyas afirmaciones y fraseología conformaron la
literatura de la época posterior a la apostólica. Los hechos posteriores,
dignos de toda atención, muestran a qué ritmo se fue formando la colección de
libros como un todo.
Desde el principio del siglo II
los 4 Evangelios habían sido recibidos por todos, en tanto que, según 2 P. 3:16
los lectores de esta epístola conocían ya una colección de cartas de Pablo. Ya
entonces se empleaban los términos «Evangelios» y «Apóstoles» para designar las
dos secciones de la nueva colección.
Asimismo, la canonicidad de
Hechos ya estaba reconocida dentro de la primera mitad del siglo II. Es verdad
que ciertas secciones de la Iglesia discutieron algunos libros, pero ello
también muestra que su final admisión en el canon estuvo basada en pruebas
suficientes. La iglesia en Siria, en el siglo II, había admitido todo el Nuevo
Testamento, como lo tenemos ahora, a excepción del Apocalipsis, la 2ª epístola
de Pedro, las 2ª y 3ª de Juan. La iglesia de Roma reconocía el NT a excepción
de la epístola a los Hebreos, las epístolas de Pedro, Santiago, y la 3ª de
Juan. La iglesia en el norte de África reconocía también todo el NT, a
excepción de Hebreos, 2. Pedro, y quizá Santiago.
Estas colecciones no contenían
así más que los libros oficialmente aceptados dentro de las respectivas iglesias,
lo cual no demuestra que los otros escritos apostólicos no fueran conocidos.
Por lo demás, se llegó a la unanimidad durante el siglo III con algunas
excepciones. En la época de los Concilios quedó adoptado universalmente el
canon de nuestro NT actual. En el siglo IV 10 Padres de la Iglesia y 2
concilios dieron listas de libros canónicos. Tres de estas listas omiten el
Apocalipsis, cuya autenticidad había quedado sin embargo bien atestiguada
anteriormente.
El NT de las demás listas tiene
el contenido del actual. Señalemos, a la luz de estos hechos:
1) A pesar de la lenta
coordinación de los escritos del NT en un solo volumen, la creencia en una
norma escrita de la fe era el patrimonio de la iglesia primitiva y de los
apóstoles. No implica a causa de la historia de la formación del canon que se
haya revestido de autoridad a una regla escrita de la fe. Esta historia no
revela más que las etapas que tuvieron lugar en el reconocimiento y reunión de
los libros que evidenciaban su pertenencia al canon.
2) Tanto los Padres como las
iglesias diferían en sus opiniones y prácticas en cuanto a la elección de los
libros canónicos y en cuanto al grado de autenticidad que justificaba la
entrada de un escrito en el canon. Este hecho tan sólo subraya, nuevamente, las
etapas por las que se tuvo que pasar para hacer admitir poco a poco a la
iglesia entera la canonicidad de los libros. Es también evidente que los
cristianos de la iglesia primitiva no aceptaron el carácter apostólico de los
libros sino después de haberlos examinado con detenimiento. De la misma manera,
se revisó oportunamente la aceptación ocasional de libros apócrifos o
pseudoepigráficos.
3) El testimonio de la historia
nos da así una prueba de que los 27 libros del NT son apostólicos. Esta
convicción merece nuestra gozosa participación sabiendo que nadie puede probar
que sea falsa. Con todo, está claro que no admitimos estos 27 libros meramente
porque unos Concilios hayan decretado su canonicidad, ni sólo porque tengamos a
su favor el testimonio de la historia. Su contenido, visiblemente inspirado por
Dios, contiene una prueba interna a la que es sensible nuestra alma, al recibir
de Él la iluminación y la convicción. Por el testimonio interno del Espíritu,
tan caro a los Reformadores, recibe la firme certeza de la fe. Sabe, con la
iglesia apostólica y de los siglos ya idos, que Dios ha obrado un doble milagro
al darnos Su revelación escrita. Inspiró toda la Escritura y a cada uno de sus
redactores sagrados (2 Ti. 3:16).
Además, dio a la iglesia
primitiva el discernimiento sobrenatural que necesitaba para reconocer los
escritos apostólicos, y descartar todas las imitaciones, fraudes y engaños, así
como escritos buenos y edificantes, pero no apostólicos ni inspirados. Esta
obra se llevó a cabo con lentitud, con titubeos y retrasos, pero conduciéndola
Dios a la perfección y a la unanimidad. Actualmente, el canon de las Escrituras
está cerrado, y la Biblia declara que nada se puede añadir ni quitar (Ap.
22:18-19).
4) Una última observación: el
nombre «canon» no fue dado al conjunto de los libros sagrados antes del siglo
IV. Pero si este término, tan universal en la actualidad, no fue empleado al
principio, la idea que representa, esto es, que los libros sagrados son la
norma de la fe, era ya una doctrina de los apóstoles. La concepción de la formación del canon que
aquí se expone está íntimamente unida a la fe evangélica, con la que concuerda
la ciencia positiva, que nos hace aceptar los libros de la Biblia a causa de su
inspiración divina, como ya de principio fuente de autoridad y parte integrante
del canon.
Evidentemente, es muy diferente
para los que rechazan la autenticidad y la veracidad de estos libros. Según los
críticos hostiles a la Biblia, Moisés no escribió sus libros; las «profecías»
(las de Daniel y de la última parte de Isaías, p. ej.) hubieran sido redactadas
mucho tiempo después de la época de estos grandes hombres de Dios, posiblemente
muy cerca de la época de Jesucristo.
Se comprende fácilmente que los
partidarios de estas especulaciones abandonen las evidencias antiguas de la
Iglesia y de la Sinagoga con respecto a la formación del canon. Y las
especulaciones de los críticos hostiles a la Biblia no tienen más base que sus
deseos de estar en lo cierto, en tanto que la historia de la formación del
canon, tanto del Antiguo Testamento como la del Nuevo, reposa sobre unas bases
firmes y fidedignas de autenticidad y realidad. Para un estudio acerca de cada
libro, ver los artículos correspondientes a cada libro individual de la Biblia.
(Véase también INSPIRACIÓN).
Los lectores que deseen
profundizar en el estudio de este tema pueden consultar, entre otras obras, las
siguientes:
Bibliografía:
Bruce, F. F.: «¿Son fidedignos
los documentos del Nuevo Testamento?» (Caribe, Miami 1972),
Bruce, F. F.: « The Books and
the Parchments» (Pickering and Inglis, Londres 1975);
Dana, H. E.: «El Nuevo
Testamento ante la crítica» (Casa Bautista de Publicaciones, El Paso 1965);
Grau, J.: «El Fundamento
Apostólico» (Ediciones Evangélicas Europeas, Barcelona 1973);
McDowell, J.: «Evidencia que
exige un veredicto» (Clie, Terrassa, 1988);
McDowell, J.: «More Evidence
that Demands a Verdict» (Campus Crusade for Christ, San Bernardino, California
1975).
Véanse también: APOCALÍPTICA
(Literatura), APÓCRIFOS (Libros)