ORACIÓN| La comunicación con Dios
La
oración es la comunicación con Dios. Siendo el Creador del mundo, y reinando
sobre él, no es un ser impersonal, sino un Dios dispuesto a escuchar a los
hombres. Sus leyes no lo limitan; son la expresión de Su propia operación,
generalmente uniforme, en providencia y preservación.
Puede,
sin embargo, actuar de una manera libre, conforme al consejo de Su voluntad,
modificando Su forma de actuar, e influenciando los sentimientos, la voluntad y
la inteligencia de los hombres.
Las
oraciones y las respuestas dadas por Dios a ellas se hallan incluidas en Su
plan, desde el comienzo de la creación, que Él sostiene con Su constante
presencia. La oración surge del corazón humano: en la angustia, clama a Dios,
que demanda la oración de todos, pero que sólo admite las peticiones hechas de
manera íntegra.
La
oración del impío es abominación ante Jehová (Pr. 15:29; 28:9). Sólo aquellos
que no practican el pecado pueden allegarse a Dios por medio de la oración. La
actitud de rebelión contra la autoridad divina debe ser depuesta; se debe
implorar el perdón.
La
oración, comunión del hijo de Dios con su Padre, incluye la adoración, la
acción de gracias, la confesión, la petición (Neh. 1:4-11; Dn. 9:3-19; Fil.
4:6). Así es como el pueblo de Dios ha orado a través de las eras. La oración
es, así, el derramamiento del corazón ante el Creador. Él responde mediante
bendiciones (1 R. 9:3; Ez. 36:37; Mt. 7:7).
Jehová
escucha toda oración sincera; tiene compasión por todas Sus criaturas (Sal.
65:3; 147:9). Santiago, citando un ejemplo histórico, afirma: «La oración
eficaz del justo puede mucho» (Stg. 5:16). Y Cristo declara a Sus discípulos:
«Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré» (Jn. 14:13).
Convencido
de que sólo Dios sabe cuáles podrán ser las consecuencias últimas, buenas o
malas, de una respuesta a la oración, el creyente acepta ya de entrada la
respuesta afirmativa o negativa del Señor. El apóstol Juan, dirigiéndose a los
cristianos, formula así la doctrina de la oración: «Esta es la confianza que
tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye»
(1 Jn. 5:14). La respuesta será la que nosotros mismos desearíamos si
pudiéramos tener el conocimiento que nos falta. En ciertos casos, la no
concesión de nuestras peticiones es con frecuencia la mayor de las bendiciones.
El que
ora con una actitud recta se confía enteramente a la sabiduría de su Señor. La
oración debe ser pronunciada en el nombre de Cristo, sin el que ningún pecador
puede tener acceso ante el Señor. El creyente debe tener presente que se está
allegando a un Dios tres veces santo, y que se debe basar no en mérito alguno
de su parte, que no tiene valor alguno, sino en los méritos de Cristo: Él es
quien nos ha purificado de nuestros pecados con Su sangre y ha hecho de nosotros
reyes y sacerdotes.
La
oración se dirige al Dios trino y uno: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Cada una
de las tres Personas de la Trinidad es invocada en la bendición apostólica: «La
gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo
sean con todos vosotros» (2 Co. 13:14). La oración se dirige asimismo al Cristo
resucitado, como lo hacían los primeros cristianos (1 Co. 1:2). Esteban,
sufriendo el martirio, ora a Cristo; Pablo le suplica a Él y le da las gracias.
Los
rescatados proclaman Su gloria y soberanía (Hch. 7:59, 60; 2 Co. 12:8, 9; 1 Ts.
3:11; 1 Ti. 1:12; Ap. 1:5, 6). La oración es ofrecida a Dios por el Espíritu
(Ef. 6:17). Sólo Él sabe lo que nos es preciso pedir, para permanecer dentro de
la línea de la voluntad divina. La oración que Él forme en nosotros será
ciertamente otorgada, siempre y cuando nada en nuestros pensamientos y conducta
venga a obstaculizar nuestras oraciones (1 Ti. 2:8; 1 P. 3:7). Actitud durante
la oración. Los israelitas, por lo general, oraban de pie (1 S. 1:26; Dn. 9:20;
Mt. 6:5, etc.). Sin embargo, la postura de rodillas podía señalar una mayor
devoción (2 Cr. 6:13; Esd. 9:5; Dn. 6:10; Lc. 22:41, etc.).
En
ambos casos, las manos eran extendidas hacia Dios (1 R. 8:22; Neh. 8:6; Lm.
2:19; 3:41), o hacia Su santuario (Sal. 28:2; 2 Cr. 6:29). Esta postura era
sumamente fatigosa cuando se prolongaba; Moisés se sentó en una piedra, en
tanto que Aarón y Hur sostenían sus brazos (Éx. 17:11-12). Como señal de
humillación se oraba en ocasiones prosternándose con el rostro vuelto hacia el
suelo (Neh. 8:6; 1 R. 18:42; 2 Cr. 20:18; Jos. 7:6). Daniel se dio a la oración
y a la súplica en ayuno y vistiéndose de saco y ceniza (Dn. 9:3; cfr. Sal.
35:13).
El
hombre arrepentido se golpeaba el pecho acusándose ante Dios (Lc. 18:13). Al
dejar de existir el Templo, la plegaria vino a tomar en el judaísmo el lugar de
los sacrificios. El Talmud reglamenta de manera minuciosa los diversos tipos de
oraciones, su orden y la actitud que demandaban. Los antiguos rabinos estimaban
cosa esencial llevar filacterias durante la oración (véase FILACTERIAS). Los
cristianos son llamados a una vida de dependencia de Dios en oración, mientras
se enfrentan en este mundo contra el Enemigo y sus ardides en una tremenda
lucha espiritual. El apóstol Pablo exhorta así: «Orando en todo tiempo con toda
oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y
súplica por todos los santos...» (Ef. 6:18).
Bibliografía:
Bounds,
E. M.: «La oración, frente de poder» (Ediciones Evangélicas Europeas,
Barcelona, 1972).
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E. M.: «La oración y los hombres de oración» (Clíe Terrassa 1981).
Bunyan,
J. y Goodwin, T.: «La oración» (The Banner of Truth Trust, Londres ,1967).
Evans,
D.: «En diálogo con Dios» (Certeza, Buenos Aires, 1976), Nee, T. S.: «Oremos»
(Vida, Miami 1980)